En
este tiempo de Cuaresma y vísperas de la visita papal a nuestro país,
personalmente hago una reflexión sobre las causas por las que muchas personas
han decidido separarse de la Iglesia Católica. Es una realidad que en los
últimos tiempos, no solo en México, en muchos países se ha dado una pérdida de fe y muchos se han alejado de la Iglesia.
Tal
vez, (solo por mencionar un aspecto lamentable de esta crisis en la Iglesia)
sea porque el valor que le da el clero al dinero ha estado por encima de la
caridad y de la fe.
Me
ha tocado ver que en Puebla, en el santuario del Señor de las Maravillas, donde
acude a diario mucha gente a dar gracias y pedir favores a la imagen, hay un
letrero que dice “Tus intenciones llegan más rápido a Dios en misa” “Puedes
pasar a la notaría a pagar por tus intenciones en misa”
O
ver, en la Iglesia de los Padres Mercedarios de Arcos de Belén, que para mi son
“mercenarios” en lugar de mercedarios, en la noche vieja, cuando toda la gente
compra las velas de la Divina Providencia en la puerta del templo, y pasa a
buscar su bendición, entrando está un sacerdote sentado con una mesa y un
canasto para la limosna y, una vez aportando algo, bendice las velas o las
imágenes.
Ya
no hay en la iglesia el servicio de auxilio espiritual a enfermos o moribundos,
ya es difícil encontrar un padre para confesar o para consultar. Para rezar el
rosario en el velorio de un difunto. Las bodas, bautizos, primeras comuniones,
y otras ceremonias se cobran con menú de “servicios” extras y muy caros.
¿Qué
diría Jesús si viera que el Templo se ha convertido en un Mall Comercial?
Los
invito a leer a José Antonio Pagola, sobre “LA INDIGNACIÓN DE JESÚS”
ecleSALia 7 de marzo
de 2012
3 Cuaresma (B) Juan 2,13-25
LA INDIGNACIÓN DE JESÚS
JOSÉ ANTONIO
PAGOLA, vgentza@euskalnet.net
SAN
SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).
ECLESALIA, 07/03/12.- Acompañado de sus
discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de
Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un
espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los
peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios.
Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas
por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes.
Jesús se llena de indignación. El narrador describe
su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los
animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus monedas,
grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
Jesús se siente como un extraño en aquel lugar. Lo
que ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La
religión del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan
buenos ingresos, y donde los peregrinos tratan de "comprar" a Dios
con sus ofrendas. Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas
que repetirá más de una vez a lo largo de su vida: «Así dice Dios: Yo quiero
amor y no sacrificios».
Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la
que todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver
allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores.
Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio.
No pensemos que Jesús está condenando una religión
primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el
protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos. Dios es
un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una comunidad humana más
solidaria y fraterna.
Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir
hoy en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando solo
su propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo
se compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con el
Misterio de Dios de manera mercantil.
Hemos de hacer de nuestras comunidades
cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre».
Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a
nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el
sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio
interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos
sus hijos y buscamos vivir como hermanos.
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